Dicen que el desayuno es la comida más importante del día… y en el mundo godín eso es más que cierto. Porque, seamos honestos: la oficina no arranca por los oficios ni por las juntas, arranca cuando llega el desayuno.
Ahí está el clásico ritual:
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La guajolota con café negro que sostiene al pasante hasta la quincena.
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La torta de tamal que parece insulto a la lógica, pero milagro para el estómago.
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El taco de canasta, sudado, envuelto en servilleta que ni absorbe ni protege, pero que sabe a gloria.
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Las kekas que uno jura “nada más una”… hasta que llega la segunda porque el de la plancha “le echó extra queso, joven”.
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Y el pan dulce, el infaltable, que siempre se acompaña con el café de la cafetera de la oficina, ese que parece té negro con sabor a angustia laboral o con el café barato que tiene el compañero en su cajón, si, el que ya sabe a encerrado y a humedad.
El desayuno godín no es solo comida: es pausa, es terapia y es convivencia obligatoria. En esos minutos se arregla el país, se critican las nuevas políticas de RRHH, se analizan los memes de la semana y se resuelven problemas de pareja (aunque sea con consejos malos).
Y no falta el que, en plena austeridad de fin de quincena, recurre al truco maestro del pan y café gratis de las juntas, o a la coca y al gansito. Porque en la jungla laboral, el que madruga, alcanza la concha.
En resumen: el desayuno godín es mucho más que comida. Es la forma en que todos recordamos, antes de entrarle a los pendientes, que estamos juntos en esta selva burocrática. Y mientras haya tacos, café, guajolotas y pan dulce, habrá esperanza de sobrevivir otro día de oficina.
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